Tengo dos niños, dos niños, sanos, guapos, divertidos y movidos, muy movidos, a quienes no cambiaría por nada.
Cuando me quedé embarazada por primera vez no me importaba el sexo del bebé. ¿Un niño?, ¿una niña? ¿qué más daba? Iba a ser mi hijo y eso ya colmaba todas mis expectativas. Con el segundo embarazo la cosa cambió un poco porque, aunque nos hacia gracia tener una niña para ver «el otro lado», poder comprar vestidos y comprobar si las niñas son más tranquilas, A* quería un hermanito, así que yo también prefería tener otro niño. Pero, sorprendentemente, el mundo no lo percibía así y llovían condolencias cuando decía que iba a tener otro varón. «Qué pena que no vaya a ser la parejita» fue la frase más repetida. Pena, pena… ¿será una pena si el bebé tiene algún problema, no?
¿Para cuando la niña?
Una vez tus dos hijos empiezan a crecer la pregunta de moda es esta «¿Para cuando la niña?» No hay mes que pase sin que alguien me lo plantee y, claro, una empieza a darle vueltas al asunto.
¿Me gustaría tener una niña? Sí, supongo que sí y si fuera un niño tampoco me disgustaría tener un tercero. Pero siendo realistas está claro que no va a haber ni de lo uno ni de lo otro.
Dos hijos ya sean niños o niñas es un trabajo importante. Dan trabajo, necesitan paciencia, hay que dedicarles tiempo en conjunto y por separado, y hay que poder responder a sus necesidades (y eso también implica dinero). Así, que dos hijos varones colman todas mis expectativas y aunque no pueda comprar vestidos ni les guste hacer sesiones de potingues conmigo, nos damos por satisfechos